martes, 28 de diciembre de 2010

La huida de Josef (Capitulo 47)

Habían pasado muchos años desde que Josef comenzara a intentar tener una vida normal. Muchas cosas lo habían movido a ese cambio tan drástico aunque no se podía negar a si mismo que lo estaba disfrutando. Había salido de pasar toda su vida metido en el mar, de que sus sonidos solo fueran el ruido de las olas al salir, al ruido de martillos y de motores de carros destrozados por el tiempo, sin mas transición que sus deseos por lograr cosas inmateriales como el amor de Sandra, aquella de la calle ocho que tan inalcanzable parecía. Todo lo que sucedió entre la historia anterior y esta, es digno de contar y será escrito en algún momento. Este salto era necesario, porque la memoria se va borrando.
La tierra le depara a los seres humanos reglas y leyes que no siempre son bienvenidas. Las leyes del “hombre blanco” a menudo hechas en beneficio de unos pocos que tienen poder sobre ellas, por lo general perjudican profundamente a las personas que tienen o desean tener su mundo propio, a comodidad o conveniencia para pasar por el breve estadío la vida lo mejor posible, disfrutando, por el duro trabajo claro está, esas pequeñas cosas que nos permiten este momento de estar en este sitio del cual como mismo hemos venido un día nos largaremos sin tiempo a decidir si se hizo algo bien.
Pues Josef fue victima de una de estas leyes, la del servicio militar obligatorio, largos años perdidos entre enseñanzas absurdas que solo servían para hacerle daño al resto de la humanidad. Hasta un día en que Josef se cansó y decidió huir. Esperaría los años necesarios para que eso cambiase. En este lapso pasaron tres infinitos años que repito, serán contados porque quizás merecen la pena.
Ya nos vamos de aquí. Lleguemos de una vez a la historia.
Josef había reunido todo el dinero posible de sus andanzas de hombre terrestre como “chapista y mecánico” y se había largado de madrugada para la carretera central de la isla de Cuba. Isla alargada hecha a propósito por lo que se que se encargara de la creación, para dar la sensación a sus isleños de que tenían que recorrer un gran país cuando era solo una lista de tierra en el medio de un mar azul y profundo como un abismo. Solo quedaba como todo en esa isla, dos opciones. Josef pensó que quizás quien hiciera esto, en este mismo momento en cualquier otro sitio del mundo tendría cuatro puntos cardinales para huir, el solo tenía dos. Este u Oeste. De nada serviría una brújula, tocando mar Josef sabría enseguida donde estaba según la hora del día. Viento del este por la derecha costa norte y al revés, costa sur. No había mas donde correr. Sin embargo, una vez terradentro, podía dar la sensación de que se estaba en tierra firme porque los ojos no alcanzaban a ver el inmenso azul donde había nacido.
¿Este u Oeste? Esa era prácticamente la cuestión. Al Oeste conocía casi todo. Sus incursiones pesqueras furtivas le habían hecho conocer esa parte de la isla casi a fondo literalmente hablando. Conocía por mar, cada peñasco de la costa, cada herradura, cada coral y por tierra cada camino o pueblo. Era un lugar insuperable en cuanto a hermosura en todos los sentidos de la vida. Gente tan buena, paisajes, fauna. Los amaneceres mas hermosos que recuerda los vio en Pinar del Río, pero quedaba mucha isla hacia el este, mucha isla que mirar, mas terreno donde buscar porque sabría que lo iban a ir a buscar a su casa, aquellos hombres con uniformes y valores en los hombros, mas importantes que el valor de la palabra o el razonamiento. ¡Este! Decidió en voz alta, había mucho que ver.
Huir estaba empezando a tener emociones positivas. Eso de no tener rumbo, ni orden, ni horario, le estaba llevando atrás cuando el único reloj que miraba en su vida era el de las mareas y el sol. Amanecer, meterse en el agua, atardecer, salir, marea alta, esperar y alimentarse, marea baja, entrar a toda velocidad para ahorrase los mínimos metros de inmersión que la naturaleza quitaba por unas horas.
En eso uno de los camiones de carga que iban al oriente del país paró por la posible ganancia de dinero que reportaba llevar junto a la carga a las personas que por una razón u otra decidieran viajar de esa forma por las carreteras. Josef se subió hábilmente escalando por las tablas de la parte trasera no sin antes pagar 15 pesos que era lo que normalmente cobraban los camioneros por esta peligrosa actividad. El aire frío de la madrugada le daba a toda velocidad en la cara, los demás pasajeros se arropaban con sabanas empercudidas de dormir en las calles, sacos y cuantas telas pudieran para protegerse del cortante viento de viajar a la intemperie, pero Josef estaba curado de ese frío. Supuestamente a esa hora el ya estaría metido en un mar más frío aun, con olas que destrozarían un barco si pudieran y que miraban impotentes como un pequeño e insignificante ser humano se escapaba de su furia con la habilidad de una copia de aletas de pez puesto en sus pies a manera de hombre sirena.
El camión llegó hasta Villa Clara, el amanecer de ese día no fue tan espectacular porque las nubes de un viento norte y frío se habían empecinado en no dejar ver el sol rojizo y bello de esa hora. No importaba, el ruido del motor, el aire y los chirridos de toda la carga mas el desvencijado camión era una buena banda sonora para pensar mucho, había mucho que pensar, de todo menos en el futuro. Más bien, había mucho que soñar y muchas emociones para jugar con ellas. Josef disfrutaba de las emociones siempre que se las provocara el mismo, no le gustaban las sorpresas, ni siquiera las buenas sorpresas.
Otro camión, esta vez con el piso lleno de petróleo así que había que ir de pie. Las horas pasaron y el frío se cambió por el terrible calor incinerante de un sol que se colaba entre las nubes para dar en el blanco, justo ahí donde quemaba y dolía. Las mujeres cubrían a los niños como podían con pañuelos gastados, transparentes, que se veían reflejos de algunos pedazos de hilos dorados que quizás alguna vez tuvieron. Los hombres por una curiosa costumbre machista no cedían sus sombreros a aquellas madres, era como si los sombreros amarillentos de yarey fueran parte de sus cráneos y pudieran morir al quitárselos. Josef tapó a una mujer que tenía dos niños, uno en cada brazo, con su abrigo verde lleno de manchones de salitre por todos lados y la mujer le agradeció con una mirada humilde de unos ojos vítreos por las adversidades que tenía que pasar en ese momento.
Otro camión… y otro. El día entero en las carreteras, se pasaba de frío a calor, de llano a montaña, de seco a selva. Josef no tenía idea de cuan larga era su isla porque las cifras nunca le dijeron mucho, lo estaba sintiendo, disfrutando en su propio cuerpo ahora mismo, hasta que llegó a Guantánamo, cuidad rara, de energías raras y apenas podía caminar porque los pies se le habían entumecido de tantas posiciones incomodas adoptadas en su mas reciente medio de transporte. Pero sabía que estaba lejos, muy lejos, todo lo lejos que se puede estar en la isola de Cuba e imaginaba que nadie le encontraría ahí.