No se iba a vivir eternamente de peces de la orilla y uvas caletas. Josef quizás si, es mas, Josef si. Aun quiere vivir de peces de la orilla y uvas caletas mas que nada en el mundo. La tierra, a la que se estaba adaptando por la fuerza no le estaba sirviendo de mucho. Tantas complicaciones y cosas de hombre blanco lo atosigaban, religiones, normas, tradiciones, historias, prohibiciones y costumbres eran mucho mas de lo que se necesitaba para estar con los pies lejos del mar. Aun no había pensado que podría despegarse del todo a la vida marina pero estaba Habana, por Habana del Mar haría lo que fuera necesario.
Habana seguía con la idea fija que deberían abandonar ese país sin futuro ni esperanzas. Josef no sentía lo mismo, no veía la necesidad de abandonar un sitio donde nunca había estado. Esa tierra firme era la orilla de sus predios, Josef había nacido y vivido en el mar, la tierra le importaba un bledo y además la odiaba. La tierra para Josef era un incordio.
Se durmieron como siempre abrazados. Antes comieron algunos caracoles y un pulpo que Josef pescó en la orilla porque el mar se estaba poniendo peor y era imposible nadar en él. Josef tuvo sueños horribles. Siempre tuvo miedo de sus sueños porque fueron presagios de cosas futuras o traumas pasados. Soñó que se estaba ahogando de nuevo pero volvió a recibirlo sin miedo esta vez, lo despertó el ruido de unos motores y unas voces.
Se incorporó de un salto y buscó en vano a Habana por toda la sala de la cueva, no estaba. Se asomó entre las rocas y vio una lancha rápida y personas con niños incluso de brazos intentando llegar hasta ella. Se quedó petrificado, los tripulantes cargaron a varios y a otros no se sabe porque razón los rechazaron blandiendo machetes y gritando. Josef aguzaba la vista intentando ver si descubría entre las personas a Habana pero no se veía mucho a pesar de la luna llena tan brillante como un foco de estadio. La lancha rugió como un animal feroz y desapareció en el horizonte centelleante y lleno de espuma. Los que quedaron en tierra desaparecieron por un trillo que llevaba a los campismos. De pronto se hizo silencio, ese tipo de silencio que golpea en el pecho y duele. Josef aun sin recuperarse comenzó a llamar a Habana pero nunca obtuvo respuesta.
-¡¡Habanaaa! ¡Maldita Habana! - Gritaba para si mismo - ¡¡Siempre desapareciendo igual!! ¡Eres mi vida pero me estás matando! ¡Habanaaaaa!!
Sintió de lejos perros ladrando. Podrían ser guardafronteras que venían como siempre a los sitios donde recalaban lanchas. Josef se metió en lo mas profundo de la cueva y se acuñó en una laja pegada a uno de los techos. Por suerte el guano de murciélago acumulado no permitía a los perros detectarle. En efecto, pasaron los guardias blasfemando y amenazando, estaban molestos por cada madrugada que los hacían moverse por una alarma de salida ilegal. Josef se apretó mas a la roca y lloraba de rabia, en la entrada de la cueva veía las siluetas de los perros furiosos también. Un perro entró, pero ni se dio por enterado que sobre el había un semisalvaje preparado con un afilado cuchillo de pesca por si era detectado. El perro volvió a salir sin mas. Al rato se fueron los guardias y Josef se dejó caer sobre el suave y caliente guano de murciélago, con la misma oteó lo que pudo desde la entrada de la cueva una vez mas porque ya se veía todo a su gusto, desierto, silencioso. Solo se oía la brisa de la tormenta pasada, el mar y se podía oler el salitre como siempre. La luna había bajado y ya la noche estaba tremendamente oscura. Josef sabía que debajo de sus pasos en esa roca habían unos 10 metros de caída libre hasta el mar, no lo pensó un segundo mas y se dejó caer. Lo recibió un agua salada, tibia, suave, un entorno suyo que por mas que renegase era su casa, su vida.
Quizás debía estar solo. Pensar que Habana del Mar nunca existió, pensar que era una especie única, enferma o anormal pero que debía llevar su vida adaptado a aquello. Y sobre todo, que nadie de tierra firme iba a seguirlo nunca.
En lo que amaneció se sentó en una de las piedras altas que daba a la montaña mas pegada a la costa. A medida que el sol subía dejaba entrar rojizos y hermosos rayos a través de las cobardes olas que aun permanecían de la tormenta de la noche anterior.
Josef ya estaba decidido. Seguiría mirando el mar por sirenas, debería haber una, al menos una para el, si no, ahí se quedaría petrificado como una estatua de neptuno. Maldita Habana del Mar.
¡Y ahora que?
¡Y ahora que?