sábado, 7 de abril de 2007

El despertar de Josef Mignola (Capitulo 1)

Algunos días cuando el sol salía, valía la pena pasar por el malecón lleno de rocío como si una gran ducha lo mantuviera húmedo religiosamente. Para el calor que hacía en esos veranos de la Habana, la sensación de pegar la espalda en un lugar frío era como un premio por haber esperado toda la noche en vela, en silencio y con un apagón. A los primeros rayos de sol se podían divisar las personas desesperadas, durmiendo en las azoteas como fuere, con sus niños a cuestas y abanicos espantadores de mosquitos que funcionaban casi por instinto. Cada día al despertarse las madres hacían recuentos de las nuevas picaduras de mosquitos Aedes en los brazos de sus pequeños y aguantaban en silencio la gran batalla pirrica que se desataba a cada segundo en la Isola perdida y abandonada a la mano del marketing político y la pobreza generalizada. Hoy no es un buen día para morirse, decía Josef Mignola al que todos le nombraban cariñosamente Joseíto. Había estado becado toda la vida y cuando uno se pasa la vida pensando en como salir de una etapa, estar dentro de ella no provoca tantas molestias. Solo se dedicaba a mirar a los demás. Las imágenes que se pasaban por sus ojos cada día eran horripilantes, pero al no haber ruidos ni sangre, el planeta entero las daba por normales. Se apuró su agua con azúcar, llamado cariñosamente agua miloddo con un pan que tempranito traía un viejecito medio ciego que sobrevivía haciéndole las compras a la gente del barrio por un poco de café en la mañana.
Josef cogió la escopeta y se fue al malecón a pescar. Con un par de bichos que cogiera ya tenía asegurado el día. Después de todo no era tan difícil como lo pintaban. No se imaginaba situación igual sin una naturaleza rica que lo respaldara con sus peces cada día para calmar su hambre y su bolsillo. Bienaventurados los que vivimos cerca del mar, pensaba a ratos acompañado de una leve sonrisa solitaria y pesimista. El placer de los pies descalzos sobre el asfalto frío en un país donde todo hierve a tempranas horas de la mañana ya lo llenaba de ánimos para el resto del día. La ciudad se iba desperezando poco a poco, tan lento que se podía mirar un buen rato caer una hoja porque en ese lugar todo está ralentizado. Las cara de sueño de las personas que aun se iban a hacer como que trabajaban en un centro donde hacen como que les pagan y los pasos contados cabizbajos era el contraste del azul hermoso del cielo y algunas nubes blancas y puras que recordaban que quizás no todo estaba perdido. Josef sonreía sin razón. Ya se acercaba al mar. El olor le terminaba el desayuno. Alimentarse del olor del mar es un arte perdida en las prehistóricas generaciones. Pocas personas lo logran hoy en día y la mayoría no repara en ello. Josef era uno de ellos.
Lavar la careta y meterse en el agua era casi un instante, enseguida aparecía algún otro pescador que se ofrecía a hacer pareja. Era mejor entre dos. Siempre había sido mejor. Por si pasaba algo. Esta vez llegó “Cilindro” uno que vivía por malecón y D. No se sabe que hacía por el lugar donde Josef se metía al agua, raras veces se cruzaban. El nombre de cilindro le venía porque siempre quería pescar en una caverna cilíndrica que había por la calle G a unos 40 metros de la orilla que el fondo estaba lleno de buenos peces pero a casi 65 metros. El cilindro ya se había cobrado unas cuantas vidas de pescadores, solo Mojarra, Pipín, el Cromagnon y un par de ellos más bajaban lo suficiente como para coger buenas presas. Josef nunca se atrevió. Un día echó una ojeada y le provocó tanto pavor ese agujero que procuró por siempre estar lejos de ese sitio. Cilindro tenía una conversación fija siempre. Pescar en el cilindro. Cada tarde se pasaba y miraba según el unas chernas grandísimas, pargos y todo tipo de manjares marinos. Pero nadie quería ir con el. Además el no era bueno, era de la media. Quizás un par de minutos o 20 metros era lo que mas bajaba, Josef a pesar de sus cuatro minutos tampoco pasaba de los 25 metros así que se tenían que conformar con eso y Josef lo llevaba claro, el cilindro NO. Su conversación se hacía pesada, monotemática y reafirmante de su nombre cilíndrico.
Al dejarle bien claro que nunca iba a pescar al cilindro maldito aceptaba de mala gana ser su pareja de pesca de se día. Poca gente se tiraba por el puentecito de la calle 16 del vedado. Debajo de la gran avenida del malecón había unos escombros grandísimos al parecer de un anterior puente donde solo Josef sabía coger un par de langostas que siempre aguardaban. Los dólares estaban recién permitidos y le hacía mucha ilusión comprar alguna cosilla, quizás una pequeña grabadora donde tendría un único cassete de los Eagles para oír su canción preferida de todos los tiempos. Hotel California. De hecho la tarareaba mientras no se concentrara en algún pez. A pesar de haberla escuchado en emisoras cargadas de interferencias de 120 millas al norte se la sabía de memoria y cada una de sus palabras y frases cada día renovaban el sentido de su vida. Hotel California era algo que hacia valer la pena estar vivo y aunque ya las interferencias formaban parte de la canción al tararearla, mas la publicidad con que la cortaban su sueño era solo ese por ahora. Tener una pequeña grabadora con esa canción para oírla cada vez que le diera la gana.
El agua estaba tibia como en todas las primaveras, agradable. Meter la cabeza y mirar un mundo desconocido para los habaneros con un sonido especial era un privilegio que añadía valor a la aventura de cada día. Quizás las millones de personas que han pasado por la Habana nunca han mirado a los techos de las casas para descubrir esculturas profanas y mensajes de generaciones, tampoco han visto el fondo de sus kilómetros de costa llenos de información paleolítica, cretácica o moderna. Simplemente la mayoría de la gente que pasa por la Habana, pasa por esa ciudad como mismo pasa por la vida, sin darse cuanta que las dos cosas van en serio.
Estuvo en el agua hasta que se dio cuenta que el sol le estaba picando terriblemente en la espalda. Solo había cogido dos langostas que significaban cuatro dólares y algunos peces pequeños que no pasaban del los 30 pesos que al menos darían para unas suculentas pizzas de harina acida de las del puente de hierro de la calle 11. Salió como a las doce del día del la costa del castillito de la chorrera esquivando brujerías y chancletas de goma flotantes sin pareja. Un rato estuvo observando la basura. Un día encontró una goma de bicicleta casi nueva que le sirvió por mucho tiempo a su oxidado 28 ruso. La basura de los 80 era distinta. En los 80 se veía en las costas brujerías con hermosos racimos de plátanos que le servían de almuerzo de vez en cuando. Se veían algunos juguetes flotando, sobre todo unos muñecos terribles de las olimpiadas y unos toquis. Alguna que otra Dorotea, espadas plásticas rojas y azules, cascos de vikingo con uno de sus dos cuernos, chancletas de corcho que cortadas en pedacitos daban unos hermosos flotadores para usar de boya al pescar peces con anzuelo y además si mirabas al fondo podías recoger a lo largo de toda la costa muchas botellas de refresco que al venderlas ganabas dinero sin matar a los escasos peces asustados y paranoicos del litoral Habanero. Pero esto era basura de los 90, esta basura daba a entender que las cosas habían cambiado en esta isola. Habían latas de cerveza y bolsas plásticas por todos lados. Entre las piedras de la orilla podía leerse Cubalse, TRD, Diplotienda y cosas así, nada de comer en las brujerías, solo hierro. Imitaciones a espadas, cuchillos, herraduras. Solo hierro. Quizás esto era una señal de algo que nunca pudo entender. Aunque la costa estaba igual que siempre llena de basura, esta había cambiado como mismo cambiaban las cosas en tierra firme de la Isola larga.

2 comentarios:

  1. Está muy bueno tu espacio, cuando tenga tiempo volveré para leerlo con más calma.
    Hasta luego!

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  2. Great site, best blog on the Internet! Espero que pronto ira de nuevo a Cuba y especialmente ver videos de Guanajay y Artemisa!!
    Le he dicho a todos mis amigos de tu blog y tambien le encantan!

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