Josef creyó en las sirenas hasta que conoció a Habana del Mar. Sus miles de horas escudriñando cada rincón, azul a veces, negro otras, del extenso malecón que conformaba su mundo, se habían ido por tierra la segunda vez que la vio.
Ella siempre se presentaba tímida como si de una pluma cayendo se tratara, pero por suerte o por desgracia siempre terminaba siendo un huracán que dejaba muchas cosas rotas a su paso. Habana del Mar no era domesticable, ni necia, ni nada simple y lo peor que siempre se saldría con la suya hasta el fin de sus días.
Josef la veía venir de lejos y a pesar de que su corazón palpitaba como un motor de un solo cilindro, hacía todo el esfuerzo por parecer normal, nada que ella notara, e incluso a veces fingía no verla hasta que Habana del Mar con sus manos pequeñas y callosas intentaba sorprenderle tapándole los ojos con el típico ¿sabes quien soy?
Era un juego simple, pero Josef no se podía explicar que extraña energía le hacía no sentir frío debajo de las torrenciales lluvias de esos inviernos raros del enero habanero. Si Habana estaba, todo estaba bien, si no, la espera era infinita, tediosa y no había forma de encontrarse fuera de un terrible estado de ansiedad lleno de preguntas. Ese día apareció temprano, como a las 8 de la mañana. Era uno de esos domingos tensos que uno desea que se acabe solo para comprobar que el lunes es un día peor aún.
-¿Qué haces hoy Josef?
-¿No me ves? Aquí pescando.
- Siempre pescas, pero nunca veo ningún pescado.
- ¡Será porque los espantas!
- Yo se donde hay comida
- Yo no pesco porque tenga hambre
- Bueno… ¿pero desayunaste?
Agua con azúcar prieta. Un vaso y un pan de ayer, los días de buena suerte que sus hermanos le dejaran a fuerza de que su madre impusiera una mínima regla de igualdad casi nunca respetada.
- No, o no me acuerdo, creo que agua con azúcar por la madrugada.
- ¿Por qué madrugas?
- ¿Por qué haces tantas preguntas?
- Me gusta saber, el que sabe más, siempre gana.
- ¿Gana que? Aquí no hay nada que ganar
- Bueno, ¿vienes o no?
Josef recogió su vara de bambú en silencio, no sabía porque rayos siempre hacía caso. Habana del Mar nunca traía buenas ideas pero, no sabía porque obedecía como un soldado.
Caminaron un rato sobre el muro del malecón en dirección oeste. Habana le tomó una mano a Josef y este entendió porque obedecía ciegamente. Momentos como este hacían que valiera la pena todo. Mañana de domingo, Habana del mar de una mano y su caña de bambú con uno de sus mejores anzuelos del otro lado. Ser rico y feliz no tenía precio, por ese muro estaba lo que mas quería en el mundo, así que valía la pena morir por ello.
- Atiéndeme, ahí dentro – Dijo Habana señalando al 1830, una lujosa mansión de los 50s que entre otras cosas tenía un restaurante de lujo en una de sus edificaciones – Hay un mono en una jaula de piedras, siempre le llevan una carretilla de platanitos y melones para que se los coma, el viejo que se la lleva no tiene fuerzas así que da varios viajes, en una de esas cogemos varios melones y plátanos, los tiramos al mar y después lo recogemos ¿entendiste?
- Eso es robar ¿no?- Josef hizo una pequeña resistencia sin soltar la mano de Habana.
-¡No! Es comida que debiéramos tener, que se la echan a un mono! ¿Crees que es justo? Además le sobra, ¡no se la vamos a llevar toda!
-¡Debiéramos tantas cosas!
-¿Que mas “debiéramos” Josef?
- No sé… Debiéramos ser novios.
Josef se tapó la boca como si se le hubiera escapado una barbaridad. Habana se detuvo y se le quedó mirando, Josef apretó la mano de Habana para que no se echara a correr como había hecho otras veces por cosas menores. Hubo un silencio de siglos por el medio entre la última frase de Josef y la primera reacción de Habana.
Habana intentó zafarse la mano, Josef la apretó aun más pensando que con la libertad que Habana iba y venía, cabría la posibilidad de que no la viera más. No deseaba, además de escudriñar el mar en busca de sirenas, ahora también escudriñar la tierra en busca de Habana y que ni una ni otra apareciera nunca más.
-Perdóname- Dijo arrepentido de arriesgar la única persona que le interesaba en su mundo en estos últimos meses.
- ¡Hace tiempo te dije que viviéramos juntos! ¡Y me mandaste para mi casa!.. ¡Y yo no tengo casa! – Habana fue subiendo la voz y el tono cada vez más, los transeúntes no se inmutaban al imaginar un simple juego de niños - ¡¡Sabes cual es mi casa!! – Gritó entre llantos - ¡¡Espero que se vayan los del agro de 17 y K y duermo debajo de los techos de lonas!! ¡¡Sabes cuantos ratones hay ahí de noche??
- Perdóname – insistió Josef cada vez mas bajo. Habana no dejaba de llorar, Josef supuso que ya no podía empeorarlo más así que si no la iba a ver nunca más, bien valdría un último intento aunque fuera un suicidio. La abrazó y le dio un beso que Habana no esquivó. Habana sabía a sal, a tierra, a hambre y a todas esas cosas que pueden hacer que alguien quiera dar la vida por ellas. Josef se dio cuenta que no hacía falta nada mas para ser feliz y que estaba a punto de perderlo. Habana se quedó un poco perpleja, pero reaccionó al instante y con su extraña fuerza pegó un puñetazo en la cara de Josef que este se cayó del muro a la acera. No hizo esfuerzo por levantarse, no valía la pena.
Habana saltó sobre él, entre llantos abrazó a Josef tan fuerte que este no podía respirar. Dijo una frase que volcó el corazón de Josef varias veces.
- A partir de ahora, eres todo lo que tengo.
Comenzó a llover. El mar se calmó como un cristal verde botella, oscuro y tenebroso. La calle se quedó prácticamente vacía. La lluvia fría arreciaba como balas sobre Josef y Habana, pero estos siguieron un buen rato tirados en el suelo, abrazados. Quizás horas. Se tenían. Ahora el mundo podría caerse. Ser dos daba fuerzas, esperanzas, vida. Todo lo necesario. Josef y Habana.
-Vamos a robarle la comida al mono del 1830.
-¡Vamos!
El año empieza bien. Gracias por la entrega!
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