martes, 22 de enero de 2008

El recomenzar de Josef (Capitulo 7)

Emprendió una marcha sin rumbo por la calle 25 y el malecón por la espalda sin mirar atrás como si su yo interno se hubiera dado cuenta que debía huir del mar. Atravesando manzanas se dio de bruces contra la escalinata de la universidad y disfrutó del hermoso cuerpo del Alma Mater y su cara perfecta, subió, contando los escalones como si fuera un nuevo hallazgo valioso y llegó hasta las puertas sin mirar alrededor. La gente que lo rodeaba llevaban maletas, carpetas, folios o papeles y el tenía las manos vacías. Se avergonzó un poco. No había ido a la escuela, al menos no su mente, su cuerpo si. Había sido obligado a perder el tiempo durante años en su niñez hasta que la rebelión fue más fuerte que todo y logró escapar de tan raro ritual humano de reunirse a que un profesor te contara lo que debías aprender. El mundo era muy raro, muy raro.



Sus pasos prosiguieron hasta la calle 23 desde la cual se ve el mar y cogió a la izquierda por instinto de acercarse a casa y esquivar la costa del malecón que se veía a lo lejos cuesta abajo por la calle Rampa. Vio que unos coches americanos de los 50´ llevaban gente de un lado a otro y algunos decían taxi, estaba cansado de caminar así que le hizo una señal a uno y se montó sin preguntar donde iba, sabía que en La Habana para donde sea que fueses te darías con el mar de cara o al menos con el Río Almendares o la bahía así que se montó sin decir nada y se aseguró de mirar por la ventanilla todo lo que pasaba a su alrededor. Gente, tanta gente, tanto humo, tantos edificios destrozados.
-¿Hace calor pa ser enero verdad?
El taxista como todo taxista que se respetase estaba intentando establecer conversación. Aunque a Josef esto no le gustaba, pensaba que se debía adaptar a la vida terrestre así que de buen grado aceptó esta especie de relación taxistica pero con ideas propias que le venían a la cabeza.
-¿Cuánto ganas en cada día?
El taxista lo miró receloso, pero Josef seguía dejando los ojos por la ventanilla como si estuviera recién llegado a este mundo, y casi lo estaba.
- ¿eres inspector o que?
- ¡No! ¿Que es eso?
- Es que eso no se pregunta....
- ¡Ah! Ta bien……….
El taxista incrédulo seguía observando a Josef, llegó a pensar que quizás era uno de esos pacientes de psiquiatría que se escapan del Hospital Calixto García y deambulan por las calles. Su comportamiento era extremadamente raro y a la vez sereno.
- Unos 400 pesos…..pero 200 me gasto en gasolina…….
- Ah……. Está bueno….más de lo que gano pescando, mucho mas.
- ¿Cuánto ganas pescando?
- 25 a 60 pesos diarios
- ¡Coño! – Dijo el taxista ya confiándose - ¡Míralo desde la parte buena! No tienes lío de inspectores, de que se te rompa el carro, de pagar licencia, de que te roben, de gastarte todo lo que has ganado en los mecánicos, esos si que ganan buen dinero, ahí tranquilitos en sus casas, apretando tuercas y la gente no sabe ni que existen.
Josef dejó de observar cada detalle del carro americano donde estaba montado, se concentró en imaginarse como sería ser mecánico. A fin de cuentas estaba buscando alguna actividad rentable que hacer en la tierra y esa parecía una. Quizás llegaría la gente con sus carros y el apretaría tuercas pero para eso debería estudiar y eso no le hacía ninguna gracia. Le venía a la mente la voz de su padre con el bucle de sonido de siempre – ¿si tu no has estudiado nada como esperas tener algo? ¿Por arte de magia? No has estudiado, no te toca nada, no te corresponde nada.
Se bajó en la calle 23 y 24, por la calle 24 saldría rumbo norte a su barrio. Cuando pagó los 10 pesos al taxista este le recalcó –Ser taxista es una jodienda, mejor ser mecánico, esos si que ganan dinero. Emprendió una caminata automática cuesta abajo por la calle 24. Iba descubriendo todo un nuevo mundo desconocido a pesar de ser su barrio. Había techos con palomas posadas, raíces en las paredes, gente en cámara lenta, bodegas vacías, barberías con sillones rojos y agujeros en la tapicería por donde asomaba un amarillento relleno de guata, heladerías sin helados, niños corriendo. De pronto se detuvo y se miró a si mismo. Ya no era un niño. Aquello que tenía que afeitarse en la cara para que no le entrara agua por la desvencijada careta de buceo era una barba. Se tocó la cara con dos manos como si también se descubriera a si mismo en ese día de tantos hallazgos. Se asustó más aun y apretó el paso a lugar seguro. Al mar.

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