Había una persona experta que daba un golpe muy fuerte con dos tablas y provocaba exactamente el mismo sonido de un disparo para marcar la arrancada. Siempre lo llevaban a las carreras. Era un indio viejo de pelo canoso y una pequeña trenza, con la piel oscura y llena antiguos e ilegibles tatuajes, hechos posiblemente en prisiones. Pero mayormente nadie sabía la historia de nadie en ese sitio abandonado de las carreteras habaneras. Solo que había que ganar y cobrar o perder y pagar. Al fin de cada carrera siempre corría la sangre de apostadores inconformes o tramposos. A lo lejos, mientras los corredores se iban a ocultar sus carros siempre algún que otro tiro destellaba en la noche o los ruidos acerados de machetes. Las carreras nunca se cobraban o pagaban en paz. Casi no había mas ley que la del machetero mas fuerte o la del revolver mejor cargado.
Al ruido le predecía un silencio sepulcral de pocos segundos. Solo se oía el ronroneo de viejos motores afilados a pesar de sus dolidas piezas. Humos y luces formaban unas siluetas lúgubres que impregnaban de peligro hasta los árboles colindantes de las cunetas. Después del ruido, explotaba un infierno de chirridos, gomas quemadas, respiraciones sostenidas y explosiones en lo que viejos mastodontes decolorados y remendados daban lo último de si. Fatigas metálicas, estructurales y térmicas se fusionaban con nervios gastados, malas decisiones y esperanzas desesperadas. Antes todos habían suspirado y soñando con el anhelado triunfo, todos eran suspirantes profesionales.
Por regla general, en la arrancada siempre se quedaban averiados uno o dos carros, estos choferes salían gritando todos los improperios de estos tiempos y de tiempos pasados, golpeando los carros, enloquecidos con los ojos inyectados en sangre de ira y frustración. Los obligaban a quitar a los "muertos" así le llamaban a los carros averiados, inmediatamente, ya que esa misma línea de salida sería en pocos minutos la de meta. Nunca se oirían tantas malas palabras y maldiciones juntas y los dioses, los dioses llevaban la peor parte en este castigo verbal, todos los dioses de todos los países y épocas.
Josef comenzó a sentir la maldita sensación de que no podría controlar nada. Apretaba seguidamente las manos en el delgado volante de los años 50s en un carro que quizás fue comprado por una familia con duro trabajo e interminables esperanzas, poco después abandonado como todos los carros viejos a merced de la nueva y destructiva situación política cubana. Josef sabía unas mínimas reglas que le había transmitido su abuelo para tener éxito en las carreras, la primera, conectar con el alma del carro. Las cosas tienen alma, los mecanismos sobre todo. Josef había estado entretenido y no había cumplido el paso primero, esto lo tenía muy nervioso. El alma del Buick se negaba a responder, a dar señales de vida. Aunque su motor ronroneaba orgulloso y potente el alma aun andaba perdida a saber en que año de su vida y por mas que Josef apretaba el timón esta no despertaba, ni aparecía. En los pocos segundos antes de golpe de tablas ya Josef estaba dando golpes en el timón con un poco de furia. Su copiloto, la mujer desconocida se guardó el revolver en la cintura y tocó a Josef por el hombro. Josef la miró con rabia por un segundo.
- Trátalo con cariño... - Susurró - como si de una delicada flor se tratase...
Josef desconectó. Se calmó un segundo. Pensó en la sonrisa tan inmensamente bella que tenía esa mujer peligrosa que había decidido acompañarle en esta tétrica aventura. Le gustó el tacto de su mano en su hombro. Aflojó las manos del timón y acarició las curvas de la pizarra niquelada del viejo y herido Buick. Se notó un ruido agradable y comenzaron a ver pequeñas luces. Era el radio. Quizás después de varias décadas, se había encendido de nuevo, posiblemente por los golpes que le movieron algún bombillo interno o quizás el alma que volvió. Josef sintió que el volante lo tocaba a el. Dejó de sentirlo frío. plástico, roto y lejano, comenzó a ser la extensión de sus manos, las luces del carro sus ojos, las gomas sus pies. Aunque dolorido, ya Josef había conectado. Se había completado la desconocida fase uno para hacer una buena carrera de carros, conectarse al alma mecánica de la bestia, ahora faltaba la fase dos. Josef recordaba las palabras de su abuelo que le había grabado a fuego cada uno de los detalles de este menester. La fase dos se llamaba como una hoja en el viento, no importa cuan mole fuera, no importa ningún detalle técnico, había que ir casi dejándose llevar, así sin mas, como una hoja en el viento. Todo esto pasó en fracciones de segundos antes de que sonaran las tablas de la arrancada.
A la explosión del golpe, todas las bestias comenzaron a tragar despavoridamente gasolina robada de algún centro de trabajo o de cualquier sitio, en los 90s no había gasolina en ninguna gasolinera. Toda la gasolina era robada por toneladas de donde fuera y nadie podría detener esto. El viejo buick rojo, conectado a Josef y su copiloto quemó las gomas de salida con buen ritmo pero al igual que un viejo avión que llevaba la muerte en su esqueleto Josef tenía que dosificar potencias para no quedarse sin combustible en medio de la carrera. El combustible estaba en un galón plástico debajo de la pizarra y con furtivas miradas Josef constantemente comprobaba como iba en economía ya que esto no era un fuerte de este carro. Sin dar muchos acelerones el ocho en línea se fue poniendo a punta de carrera por sobre los demás cacharros cansados antes de empezar. Algunos soltaban densas nubes de humo por sus ruedas y capots y abandonaban a la cuneta en el trayecto. Josef se atrevió a mirar a su copiloto, esta reía y reía sin mas, una risa que animaba el alma del cacharro a coger una fuerza inexistente aunque sea para quedar bien. El Buick se lució. Poco a poco fue sobrepasando sin mucho alarde al resto de competidores ante la mirada atónita de los espectadores. El reloj ya marcaba 85 millas por hora y la meta estaba a escasos segundos, era una vuelta nada más. En el último giro Josef divisó a lo lejos las líneas de luces de motos que marcaban la meta, tenía aun dos carros por delante, un Oldsmobile 88 del 1958 y un Studebaker champion del 1956. Josef echó una breve mirada al galón de gasolina, quedaba un dedo de altura y se vio perdido. Por un segundo sacó el pie en un instintivo paso de ahorro pero le sobrepasó como un bólido un chevrolet de 1953, ya era cuarto volvió a mirar el galón. Ya menos de un dedo de combustible. Su primera reacción fue una tormenta de improperios para lo que se avecinaba, pero volvió a mirar a su copiloto. Se estaba divirtiendo de lo lindo, reía como una niña pequeña en un columpio. De pronto a Josef no le importó si después esta misma mujer le descerrajaba un tiro por no poder pagar sus apuestas. Su risa era todo y hacerla reír había sido su premio del día. En la oscuridad, sus dientes tan parejos y las comisuras de su boca la hacían ver bella, hacían que la situación fuera bella y divertida. Daba igual perder, pobre Buick, el no tenía la culpa, el alma de su maquinaria lo decía, había hecho todo lo posible. Ya no se veía la gasolina en el tanque y por la manguera transparente subían venenosas burbujas de aire. Era solo cuestión de segundos que el motor se parara y Josef probablemente no quedara ni en cuarto. El carburador Rochester de cuatro bocas ya estaba temblando de miedo y desesperanza. Josef miró al espejo. Vio más bólidos que venían a hacerlo pedazos, pedazos del caído, pedazos del cansado, del viejo, del hambriento. Esto iba a ser un desastre, una matanza, ni siquiera imaginó salir vivo de esta y a lo lejos el pasta ya se retorcía de llanto y gritos viendo la inminente pérdida de su miserable equipo.
¿Ya que podía ser peor? Como una hoja en el viento. Al menos llegar. Ese Buick iba a morir ese día, por lo general los carros de los perdedores eran canibaleados o destrozados por la muchedumbre apostadora enfurecida. Ese era el último día de ese Buick y quizás de Josef, de sus sueños terrestres y de toda la mierda que se había inventado para tratar de ser una persona normal. Las luces de meta, no solo no llegaban nunca, sino que parecían alejarse. La altísima velocidad de reacción de Josef como piloto hacía ver todo densamente lento, viscoso. Notó que el cuentamillas había bajado a 75 y sintió los primeros fallos en los cilindros. La copiloto sin dejar de reír, siguiendo la vista de Josef notó la ausencia de combustible en el tanque, pero en segundos lo que hizo fue inclinarlo de manera que la manguera cogiera la esquinita del galón. Por un segundo Josef vio el preciado fluido inundar de nuevo la manguera de alimentación y decidió, decidió llegar aunque sea con el impulso.
- Hoy vas a morir Buick, hermano. Gracias.
Josef pisó hasta la tabla y lo dejó pisado como el rezo del moribundo en un sueño conectado de venganza y triunfo. El oxidado carburador Rochester de cuatro bocas abrió sus bocas extra, las de altas revoluciones y cogió la ultima bocanada de aire y combustible. Josef vio el cuentamillas subir hasta las 110 millas y reaccionó sabiendo que ahora en esos últimos segundos aquello era un misil peligroso y destructivo. Se aferró al volante y sintió los huesos de hierro como sus propios huesos. La adrenalina llegó como el último sorbo, por suficientes segundos para dejar atrás a todos los competidores ya confiados. Como una hoja en el viento y con breves zig zags sorteó a los ilusionados ganadores con la mole roja en su último estertor. Pasó la meta de primero limpiamente y a duras penas pudo frenar casi 300 metros después como un pesado avión que acabase de aterrizar en una pista pobre y corta. Casi mata a varios espectadores que no calcularon bien que aquella bola de acero no iba a detenerse como estaba previsto. Pero pasó. Pasó de primero en la meta. La mujer seguía riendo en lo que abrazaba a Josef, el veía por los espejos choferes pateando carros, apostadores sacando pistolas, dineros volando por los aires y el pasta colándose por una ventana del buick y alcanzando otro galón con gasolina para largarse. La mole arrancó de nuevo ocho vías abajo. - ¿Y ahora que? - Preguntó Josef inocente. - ¡¡Arranca y no pares hasta que salga el sol!! - gritó el pasta. Josef pisó la mole de nuevo y se alejaron los tres, sanos y salvos de momento de toda la algarabía creada en lo que el Pasta recogía del piso del carro los billetes que se le iban saliendo de todos los bolsillos repletos entre gritos de victoria e histeria de sobreviviente.
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