martes, 31 de octubre de 2006

El Paraiso de madera










Los marinos de esa tripulación éramos yo y mi hermano. Como era fin de semana y faltaba personal mi padre nos llevaba y nos daba la inmensa responsabilidad de ocuparnos de casi todo en el barco menos de la cocina y la navegación. El mantenimiento, las velas, el ancla no eran dificultades a pesar de mis 12 años. Me encantaba tirarme al agua con el barco andando como hacia Colón en las películas cuando llegaba a tierra, era una sensación genial de descubrir mi propia isla una y otra vez y garantizo que si ahora pudiera, lo hiciera otra vez. Pues bien, una de las partes más emocionantes de estos días era ir desde el río almendares donde teníamos nuestro barco hasta Cojimar. Era una navegación hermosa, a más de 5 kilómetros de la costa y viendo amanecer por proa. Casi llegando al morro de pronto la farola era opacada por un sol joven e inocente que no sabía que estaba dejando a medio mundo sin la vital señal del faro. Con el vaivén del barco el sol a esa hora anaranjado o amarillo según estuviera el tiempo de ese día, hacía malabares detrás de la torre del morro, como si jugara a los escondidos hasta que superaba la altura y tomaba el mando total del día mientras se acabara la jornada.

- sol amarillo, barco hecho palillos

Decía mi papa como repitiéndome, para si un día navegaba solo que no me alejara cuando el sol estaba de ese color, eso presagiaba norte en invierno y tormenta en el verano.

- Sol naranja, te mueres de la calma

- Eso no pega papá, ni con cola ni con colina ni con la saya de tu madrina.

- Pero es verdad.

El viejo motor YANMAR japonés de tres cilindros de mas o menos los años 70 martillaba suavemente como si silbara una canción. Pudiera ser incomodo pero ese martilleo constante era caricias para los oídos porque sabías que estabas avanzando a donde querías ir, si te fijabas bien en el cristalino mar, viajaban peces al lado del lento barco. Algún que otro volador cruzaba silbando el aire y plateaba de una manera impresionante. A lo lejos la ciudad y sus humos eran como siluetas en blanco negro y gris. Una suerte de rompecabezas opaco era lo que se podía divisar a contra luz. El sol, amarillo, cada vez tomaba más posiciones en el horizonte Habanero pero hasta que el no quisiera no ibas a ver nada de la ciudad, solo siluetas, como si se avergonzara del estado de la misma y se negara a iluminarla a la vista de unos ojos que se fijaban en todo y lo recordaban en forma de relato para después contarla en la cara de envidia de los demás socios de la escuela. Solo se podía ver con claridad algunos focos del malecón que aun no habían sido apagados. Quedaban como hormiguitas en fila por toda la orilla. Cada gota de sal que me caía cerca de la boca la absorbía con gusto, incluso llegaba a meter la mano en el agua y con la velocidad del barco una columna viva de mar me llegaba hasta la cabeza y siempre saboreaba el agua de mar, esto primero que el desayuno, que era leche en polvo con una cosa rara que se llamaba insta café y sabia a desecho de baterías de carro.

Ya entrada la mañana, llegábamos a cojimar. La tierra se abría como si nos avisara que ya debíamos entrar en ella. Desde lejos se divisaba el castillo colonial que hacía de custodio del puerto. Y yo siempre buscaba con la vista ese pedazo de arena blanca con la desesperación de llegar a el y lanzarme antes de que el barco se hubiese parado. Entre grandes manchas de sardinas y barcos de todos tipos y colores dando vueltas como un carnaval, llegaba el paraíso a la orilla y yo, aunque no hubiera necesidad saltaba como un lince sobre el muelle y amarraba en dos segundos con un ballestrinque hábil que dejaba apresado para todo el día al barco rojo de mi padre que me regañaba como por malagradecido que lo amarrase después de llevarme fielmente tantas millas por el mar sobre su lomo de maderas viejas y astilladas.

El día transcurría entre gente de un lado para otro, música, cerveza y fiestas. Se desbordaba la alegría en el pueblito. Era curioso ir a ver al “ultimo de los mohicanos” que era un indio lleno de tatuajes, vestido como tal y que se hacia llamar así. Este sujeto tocaba un tambor y rompía cocos con la cabeza. Cuando lo veía no dejaba de darme a mi dolor de cabeza del sonido seco que hacia a estrellarse con tanta fuerza el duro fruto en su frente. La otra parte deliciosa era ir a pescar mojarritas al muelle y que mi papa me las friera, nunca me gustó el pescado pero comerte el fruto de tu pesca era como algo delicioso. El fin de semana pasaba como si de minutos se tratase, como todo lo bueno, después llegaba la hora de irse.
Cuando arrancaba, ya cayendo la tarde, el motor empezábamos a recoger los cabos y organizarlos en la proa para que nadie se enredara en ellos, todos los barcos iban volviendo a sus puertos uno por uno, menos nosotros. No nos daban aun el permiso de salida y mi padre nunca quiso que le cogiera la noche en ninguna travesía. Se fue a preguntar y vino cabizbajo con mucha rabia. Le pregunté que pasaba pero nunca me contestó, solo oía al capitán de otro barco decir – es una mariconá, es una mariconá- entonces mi papá decidió enviar a mi hermano en otro barco e irnos el y yo solos.

Después me enteré que el problema era que el guardafronteras no nos daba el permiso porque la tripulación éramos padre y dos hijos, ocasión perfecta según el, para irse del país. Después de navegar juntos casi desde aprender a caminar, que mi padre fuera la persona mas integrada del mundo, más obrera, mas marxista nada de eso importó para dejarle entrever lo que en ese momento era una gran ofensa. A mis doce años empecé a formar un escándalo. A mi padre no se le ofendía así, mi padre me miraba y empezó a reírse un poco hasta que me tranquilizó con dos frases la primera: con estos bueyes hay que arar y la segunda: cállate que no vamos a tener que ir en guagua.

Ya tranquilos perdí la oportunidad de ir pescando porque el guardia nos dio un tiempo prudencial muy corto para que llegásemos al río almendares y además nos dijo que no nos alejáramos mas de dos millas de la costa que nos irían vigilando.

Arrancamos de últimos, además de ser el barco mas lento la corriente estaba “parriba” lo que significa que iba hacia el este. Al menos teníamos el viento a favor. Mi padre se maravillaba cuando yo de un salto subía como un mono por los mástiles a destrabar algún obenque o cualquier otra cosa que desde abajo hubiera sido difícil. Se sentía orgulloso de mí y de mi hermano, éramos buenos marinos.

El mar empezó a ponerse bravo, para mi era lo mejor que podía pasar porque empezaba a remenearse el barco de una manera divertida. La ciudad se veía a veces si y a veces no. Las paredes de agua que te asaltaban solo hacían mas profundo el vaivén y daba la impresión de que el mar se había abierto para tragarte, pero segundos después ya estabas otra vez en la cima de la ola viéndolo todo desde un punto de vista perfecto como si dos manos mágicas te dieran la oportunidad de ver por ultima vez el mundo antes de tragarte para siempre.

De pronto oímos un estruendo. Con tanta marejada uno de los cables de las baterías de más de 100 libras se había enredado en el eje de la propela y se había caído haciéndole un hueco a una tabla con la punta de tan pesada carga. Empezó a entrar agua a montón y el barco se atravesó a la corriente.

Nos quedamos sin luz. Por suerte el motor a ser diesel no se apagó. Seguía machacando aunque con cara de susto. Algo grave había pasado en sus entrañas, el sol estaba cayendo, por proa otra vez ya que veníamos en sentido contrario y mi padre sin reloj decía que se nos pasaba el tiempo de llegar, esa era su máxima preocupación. Rápido me metí en el angosto cuarto de maquinas. Y puse en el hueco una colcha y la trabe con un palo mientras mi papá trataba de coger el rumbo otra vez, sin poner proa a la marejada que se hacia cada vez mas fuerte. La revoltura del agua con petróleo del fondo del barco empezó a provocarme arqueadas, aun así me dispuse a sacar cubos de agua como una maquina a todo lo que me permitían mis pequeños brazos y mi padre intentaba hacer un apaño con los cables de la batería caída a ver si al menos encendíamos la radio y avisábamos que nos estábamos hundiendo.

Un chispazo terrible salio del lugar donde estaba la batería siniestrada, el agua salada en los cables provocaba tal reacción. Mi padre me gritó que saliera de ahí, ya cansado, que iba a encallar el barco contra la orilla a como diera lugar y puso proa al malecón. Estábamos más o menos a la altura de la calle Gervasio de la Habana Vieja. La sensación era horrible. Impulsado por las olas el barco cogía una velocidad de miedo contra la ciudad que se te venía encima como desesperada por tragarte. Poco faltó para que en un segundo dijera yo que no me montaría en un barco nunca más. El mar no dejaba ver el muro del malecón de tantas explosiones de olas que querían romperlo todo. El agua parecía fuego por los reflejos de un sol que nos abandonaba sin más. En la tierra la gente se veía a lo lejos tan tranquila. Los carros tan lentos. Todo como si no pasara nada y nosotros estábamos a punto de estamparnos contra el muro del malecón en un amasijo de hierros y maderas. Hubiera querido verme desde afuera, eso iba a ser un espectáculo. De pronto mi padre encendió con calma una pipa y se sentó en el timón como si nada pasara, pero se veía en sus ojos que algo terrible iba a pasar. Me echaba miradas furtivas no diría yo de despedida pero si de “en la que nos hemos metido” y se le veía una leve sonrisa como de quien deja caer a alguien por un barranco con ganas. Quizás estaba un poco cansado y ya le daba lo mismo todo. De pronto y sin avisar el barco se viró a un lado con unos grados que no permitían caminar sin agarrarse y vimos que era una de las tres neveras cargada de frutas y comida que en el oleaje se había corrido a estribor donde estaban las otras dos. Mi padre soltó el timón para irlas a equilibrar pero el barco ponía proa a las olas si se dejaba solo y eso podría ser fatal. Me mandé a correr por toda la cubierta y mi padre gritaba ¡tira todas las neveras pal agua y que se jodan! Cosa que hice no sin sentir un peso extraño en mi pie derecho que al mirar descubrí con rabia que me había enterrado un garfio en mi carrera, cosa curiosa, sin sentir dolor alguno. Me quite el garfio del pie y por segundos vi un agujero pequeño del que manaba sangre pero lo deje para después. A duras penas logre tirar dos de las neveras de proa al agua. Flotarán frutas y comida por el mar por unos días pensaba yo. Cuando volví a popa el timón estaba solo, mi padre no estaba por ningún lado y el corazón me dio un salto que casi me rompe el pecho -¡¡papá!!- Empecé a gritar desesperadamente –papáa!!!! En lo que oteaba el horizonte a ver si le veía flotando cuando la ola me tenía en su cresta, empecé a virar para atrás el barco, este se montó en una pendiente muy pronunciada y cogió una velocidad que las velas de pronto se quedaron vacías o infladas para el lado contrario del empuje. Ya casi estaba terminando la media vuelta cuando una voz salió de la cocina.

– ¡que haces?

- ¡coño! Pensé que te habías caído y estaba virando el barco ¡que susto me has dado!

- Estaba comiendo…

- Pero como vas estar comiendo si nos vamos a hundir (parecía yo el padre ahora)

- Si nos vamos a hundir……..nos hundimos con la barriga llena.

No hablé mas nada. Me di por vencido. Dejé de sacar agua, dejé de equilibrar las cargas, deje de lanzar cosas al mar. Ya lo había dicho el capitán. Nos íbamos a hundir. El capitán estaba con un pedazo de cerdo frito de una de las cajitas que llevábamos para la casa. Yo cogí un mamey de los que rodaban por el piso y me lo empecé a comer con una cuchara. El agua pasaba a tremenda velocidad a menos de 10 centímetros de la borda. Y el motor ya tocaba agua y hacía un arco perfecto del cristalino líquido cuando el volante se sumergía en ella.

De pronto, no se porque. Vi que mi padre intentaba ponerse un chaleco salvavidas pero no le entraba en su cuerpo de 200 libras, era pequeño. Nunca lo habíamos mirado y cuando nos fijamos decía solo para uso de niños. Empezamos a reírnos. Nos reímos tanto que casi se me sale el mamey que me estaba comiendo. Mi padre se tiró al piso a reírse, tanto que se ahogaba pero con la misma se metía otra masa de cerdo. Yo estaba en el timón y me caí al piso también. No se de que era esa risa, es la misma risa que me persigue cuando me pasa algo muy malo. Miré a la orilla, se veía en el horizonte la embajada americana y algunas luces adelantadas que querían retar a atardecer. El mar, fresco y tibio empezaba ya a deslizarse por la cubierta. Mis pies parecía lanchas entre tanta velocidad a la que pasaba el agua y mi papá mirando a la tierra. Ni siquiera me sugirió que me pusiera chaleco, el sabía que para un buen nadador eso era un estorbo. Estaba nerviosamente tranquilo como si todo estuviera preparado. La proa ya no se defendía, el Paraíso también estaba rendido además del peso del agua que llevaba adentro que no le dejaba saltar alegremente como horas antes había hecho. El mar ya lo tenía de su parte y pronto quizás descansaría. Será un buen criadero de langostas pensé. Imaginé como seria bucear en mi barco hundido. Mi propio barco hundido. A quien le cuento yo debajo del agua que en este barco aprendí a caminar, a soñar, a amar el mar. Como cuento yo que ahora esta lleno de peces, pero una vez estuvo lleno de sueños. El motor apenas se sentía pero aun medio sumergido al tener la admisión de aire alta no dejaba de funcionar como un héroes con solo los agujeros de la nariz fuera del charco que inundaba el cuarto de maquinas. Maderas flotando dentro, trapos, cosas. Aun metido en el agua seguía funcionando el YANMAR japonés de tres cilindros. Con esa furia de kamikaze de no dejarnos hasta el momento final. Con su orgullo japonés hasta lo mas alto, acompañado de su ejercito de maderas viejas y roídas que habían hecho miles de millas.

- ¡Los cojones del caballo de Calixto García!

Eso quería decir que estábamos por la calle G. de pronto mi padre exclamó entre mas risas.

-¡coño! ¡Tenemos visita! En el agua cerca del barco se veía una especie de submarino gris a la misma pobre velocidad del barco, con unos ojos negros malditos que se dirigían a nosotros. El fondo se veía cristalino y cerca, estábamos muy cerca de la costa, quizás unos cinco metros de profundidad.

- un pez dama.

- no, míralo bien.

- un damero coño

- no….un hijo de puta tiburón que sabe que vamos a nadar dentro de poco.

Salté como un resorte del asiento de capitán donde estaba sentado, me fui a la proa y preparé un arpón que consistía en una barra de acero níquel de mas de 50 libras de peso con una punta afiladísima y el otro extremo amarrado a un cable y me puse en plan moby dick con la intención de que si nos iba a comer que al menos tuviera un agujero que no se olvidara de nosotros.

- es una madre, no le hagas eso.

Mi padre la miraba con lástima, como si no supiera que era una terrible maquina de matar, como si hablara del carnero del vecino.

- Pero ¿¿¿???

- Esta vez no va a ser, lo siento niña.

Se metió de un salto en el cuarto de maquinas y empezó a trastear algo en el motor, este se aceleró a mas no poder. Empezó a vibrar tanto el barco que se caían las cosas de la cocina y el agua hacia unas ondas muy seguidas que la hacían perder su transparencia.

- le quité el tope pal carajo.

El tope se refería a un tope de aceleración. Según el fabricante el motor no podía acelerarse más que lo que estaba, pero al quitarle ese tope daba un poco mas de si, lo único que cabía el riesgo de que se reventase como una bomba. El curioso tiburón seguía escoltándonos como si de un buen amigo resacoso se tratara. El Paraíso a duras penas aceleró un poco su marcha y yo no soltaba el arpón. Me esperaba de un momento a otro que el barco diera una media vuelta y todo se fuera al carajo, por suerte no pensé ni un momento que podía pasar, pensaba en el ahora.

Calle doce, Echevarria, ya entrábamos al río. El tiburón se fue decepcionado o se dejó de ver por la falta de luz. Más de cinco barcos se nos pegaron gritándonos que habían salido en nuestra busca. Mi hermano en uno de ellos como aburrido de tamaña aventura que se había perdido.

1830, Garita de guardafronteras. El Paraíso chocó con fuerza como culpándolos de toda la mala suerte del viaje y ahí mismo el motor hizo un ruido horrible, como un quejido de despedida. Soltó aceite hirviendo por todos los lados posibles y pedazos de hierro salieron pobremente de la piscina donde estaba sumergido. Se calló para siempre. De no haber estado hirviendo le hubiera dado un beso, no obstante mi padre y yo mirándonos le pasamos la mano como a un buen perro que te cuida, te salva y te trae a casa. El casco del paraíso por suerte había encallado y ya no iba a hundirse más. Alejándome del barco con mi mama secándome con una toalla veía a los curiosos como entraban al barco y trataban de rescatar cosas. La radio, los salvavidas, las herramientas. Todo transcurría en blanco y negro, a cámara lenta. El Paraíso muerto de tristeza nos dedicaba una última sonrisa. A mi papá le preguntaban de todo pero el no contaba nada, nunca contaba nada. Solo se reía y aceptó una buena perga de cerveza que le trajeron tomándosela como si de agua se tratase. Mas tarde llegó a casa. Aun sin decir nada, solo mirándome y riéndose y yo con el y mi hermano ajeno a todo preguntándome por al herida del pie que se me había olvidado y iba manchando de sangre todo cuanto pisaba.

A los pocos meses empezamos a navegar de nuevo en el paraíso, esta ves en sus entrañas. Un perkins de cuatro cilindros…alemán.

PD: hace dos años cuando fui a cuba, justo iban a hundir el Paraíso.

Mi padre ya no estaba y vi con impotencia como se lo llevaban a remolque ya saqueado, sin motor, sin cables, sin baterías, sin nada, ni siquiera los cristales de la cocina donde se escondió mi padre a comer en medio de la tragedia. Iba sumiso, triste, cansado y rendido. Me alegré por el. Si las cosas tienen alma, este barco tenía un alma de titán, de héroe y ahora, con todo el honor del mundo se iba como todos. A vivir en paz.
.
Días después cuando regresé a España y estuve limpiando chapapote en Galicia, tuve una visión hermosa. Ví al Paraíso. Uno, tres, cincuenta paraísos. Rojos también, rasgados, orgullosos. Al preguntar resulta que el Paraíso estaba hecho según la plantilla de barcos que tenían los carpinteros gallegos. El Paraíso era un barco gallego de pesca. Lo curioso es que quizás con más de 80 años aun estuviera pintado de rojo y se siguiera esa tradición de colores de los gallegos.

7 comentarios:

  1. wow. Magica esta historia. Tengo una curiosidad Yoyi....Como obtienes un barco en Cuba? Lo comprastes antes de la Revolucion? o Te lo da el gobierno?

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  2. eran de mi abuelo que han pasado por generaciones y ahora le tiene mi hermano, pero el "paraiso" especificamente era del estado de donde trabajaba mi padre.

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  3. Asere, me estoy mudando para este blog. Yo solo leo y pienso que nuestra generacion (que no es la tuya) no alcanza el lirismo de ustedes. La imaginacion de muchos de los que nacieron en los 70 y 80 si refleja la epoca con autenticidad. Hay mucho arte en tus post.Me da hasta miedo pensar que muchos de los que viven en Miami arrasaran esos bellos recuerdos.Trabaje en el INDER por 20 años y conozco la Base Nautica del Almendares. Tambien soy del Vedado.Los pasajes del relato merecen un breve guion cinematografico.
    SERGIO

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  4. En enhorabuena, dicen por alla por donde vives, me recordaste mi infancia aunque la mia era mas bien seca es decir del asfalto soy de mas adentro en la ciudad, pero igual me senti retratado, al ver a mi viejo, que en paz descanse, como mi heroe. Que bien hermano, personas como tu hacen aun sentirme cubano
    PD. He leido cosas de reconocidos escritores, que no captan tu atencion como lo has hecho tu, piense en eso.

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  5. muchas gracias, me van a poner colorao. me agrada que les guste y de paso me da mas fuerza para seguir escribiendo historias. en unos dias habrá otra nueva, se los prometo.

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  6. "....PD. He leido cosas de reconocidos escritores, que no captan tu atencion como lo has hecho tu, piense en eso.

    11:05 AM



    Eso mismo digo yo!

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