miércoles, 25 de octubre de 2006

Maª Caridad



La lengua es el azote del cuerpo, decía Mª caridad tranquilamente, era o es su frase favorita, la lengua…. Es el azote del cuerpo. Corría el año 1982 y mientras la gente lloraba el dramatismo que pasaban por radio de la guerra de las Malvinas, yo me ceñía mi viejo pantalón amarillo recortado que antes había formado parte de un uniforme escolar. Sin más calzado que mis pies descalzos bajaba las escaleras apenas tocando dos o tres de los más de 20 escalones que la formaban, una mano en la pared y otra en el pasamanos oxidado hacían que mi velocidad de aterrizaje fuera a veces mayor de la que soportaban mis pies y terminara como una piedra revolcado por el piso y con un ataque de risa, pero así soñaba que podía volar o al menos, saltar como un canguro.

Con solo cruzar la calle, desviandome un poco a la derecha, pasando la puerta de los pescadores empujaba una vieja puerta de hierro y tablas que era el portal de la casa de mi hermano Hiscler, ¿vaya nombre no? Es romántico, la causa de su nombre os la explico más adelante si llegan a soportar esta historia hasta el final. Siempre que entraba por la puerta Mª caridad, la negra mas linda del Almendares, estaba peleando con su esposo y padre de mi amigo, me sé su nombre por su apodo, le decían Boris karloff o Armando cara e crimen, era un hombre raro, casi nunca hablé con él o le saludé, no se, es un hombre raro. Yo apenas vivía en mi casa. Me pasaba la mayor parte de mi vida en el mar o en casa de Hiscler, me gustaba abrir una puerta y ver el mar, es algo que no tiene precio, es como si supieras que por ahí te podías escapar siempre, siempre, literalmente hablando, por ahí escaparon muchos amigos, perdí la cuenta, unos a los Estados Unidos y otros al fondo del mar o a solo dios sabe dónde. En fin, que era genial abrir la puerta en una isla y ver tu vía de escape tan cerca.

Las tablas de windsurf nuestras, llenas de parches, inventos, apaños y colores estaban siempre listas, era solo tirarlas al mar y salir, con la libertad que tienen los peces del mar azul, tantos años saliendo por ese puerto y nunca, nunca dejó de impresionarnos la unión del río con el mar, el río era un viejo enfermo de contaminación, de aguas calientes, reactivas casi, lento, triste, pesimista. Que se encontraba con la fría, azul y animosa agua de mar, este lo recibía como quien recibe a alguien que acaba de salir del hospital, le abrazaba, le hablaba… y el río….era hermoso ver cómo se animaba un poco y hasta intentaba hacer unas olas como recuperando su energía, claro, ayudado por el brioso y fuerte mar.

Cada vez que íbamos a salir teníamos que hacerlo en silencio, cada día era una tragedia cuando Mamá Caridad veía que nos íbamos al mar, daba gritos, blasfemaba y algún que otro día nos tiraba una de sus gastadas chancletas. Al final cedía por cansancio y nos dejaba irnos a navegar, no sin sacar su silla y plantarla en la orilla del río a esperarnos como hizo por siempre y obligarnos a pedirle a sus santos que nos dieran permiso para navegar, teníamos que ir ahí, arrodillarnos y tocar unas maracas pero los dulces de ofrenda siempre nos los comíamos. Eso era otro escándalo de Mamá Caridad pero ya estábamos acostumbrados y además nos venía bien. Los santos solían dejar que los dulces se secaran ahí o se llenaran de hormigas, seguro “ellos” entenderían que se aprovechaba mejor si nos los comíamos antes de una larga jornada de navegación.

El motivo por el cual Mamá Caridad armaba esas broncas era porque según ella sus muertos le habían dicho que su hijo iba a morir en el mar y ella hacía lo que fuera por que no fuéramos a él, pero ¿cómo se podía vivir a menos de 50 centímetros de este, sin visitarlo? Una vez en el agua, en medio del río rumbo a la desembocadura no podía faltar al asegurarnos que estábamos lejos del alcance de toda piedra o chancleta y gritarle a Mamá Caridad -¡nos comimos los dulces!- a modo de venganza de toda la bronca de horas desde que llegábamos hasta que nos alejabamos y aun así, si era muy temprano le seguíamos oyendo las peores palabras que se pudieran decir para nosotros en castellano y yorubá, y gracias que no sabía más idiomas porque si no hubiera utilizado todos los lenguajes posibles para esto.

El viento a esta hora del día era suave y estable desde el sureste, salíamos directo en una sola maniobra, solo se oía el ruido de la proa de la tabla cortando el agua, era parecido al agua que cae de una cascada, un susurro suave, relajante que te hacía despreocuparte de que en el mundo había una guerra en unas islitas muy lejos de ahí. El mar y el río eran nuestro mundo, es aún mi mundo del que no logro escapar de una vez por todas para convertirme en un ciudadano normal de hipotecas y recibos, estoy jodido la verdad, con el mundo cayéndose y yo aún oyendo el susurro del la proa de la tabla cortando el aguas de mar, de río, el susurro, el siseo.

Un año antes me había fugado de mi casa, no quería ir a la escuela y mi padre sin querer sugirió a modo de probar fuerzas que si no iba a ir a la escuela me tenía que ir de la casa, que él no mantenía vagos, pero mi papá no me mantenía, de hecho yo con diez años, sin trabajar aun, ganaba mas dinero que él, pescaba y vendía pescado, y eso me daba margen para comprarme mis cosas que además mi pobre padre nunca hubiera podido comprarme, tablas de surf, equipos de buceo, era un pobre niño de lujo con el error en la cabeza que estudiar era absurdo y una pérdida de tiempo. La discusión fue como a las nueve de la noche antes de comer, crucé la calle como siempre pero sin la alegría de que fuera a navegar, pensando todo el tiempo como explicarle a Mamá Caridad que me quería quedar en su casa, que en la mía no podía estar tranquilo ni me dejaban hacer lo que quería.¿Como explicarle a Caridad que la quería a ella por familia aun así cuando se pasaba todo el tiempo blasfemando diciéndonos horrores por su miedo a la mar en cuanto a nosotros y obligándonos a saludar a unos santos que no se yo si de verdad existían o era un timo como otro cualquiera de fantasmas y muertos que andaban por la casa? llegué demasiado pronto como para tener elaborado un buen discurso y Mamá Caridad se fumaba un buen puro mirando como se iban los últimos rayitos de sol en el horizonte, las barras de hierro de la silla desvencijada ya tenían una marca en el suelo de madera donde se empujaban egoístas algunos botes discutiendo espacio entre sí o acomodándose para pasar la noche.

Sonaron todas las tablas por las que pasé y me paré al lado de Mamá Caridad sin decir nada. No me había preparado una buena excusa, Mamá caridad me ignoraba, miraba su humo y el mar, a veces los cocoteros de la otra orilla hacían señales con sus vaivenes entonces Mamá Caridad habló sin sacarse el tabaco de la boca.

- ¡Que coño te pasa! ¿Por qué te quedas ahí parado?
- ¿puedo quedarme hoy contigo?
Mamá Caridad me miró al rostro y después miró al cielo para expirar su humo con fuerza con la intención de que llegara a algún lado.
-¿Qué ha pasao?
- No quiero estar en mi casa, no quiero ir a la escuela.
Mamá se quedó pensando un minuto, ladeó la cabeza un poco y miró de nuevo al horizonte.
-parece que ya empiezan los nortes, viene fresco, y frío. Se va a poner malo el tiempo…….. ¿Ya comiste?
- no…
- entra y comete lo que quede en las cazuelas ¡no me cojas aceite pal pan! ¡¡¡Mañana vas a la escuela!!! Estos blancos….. No saben cuidar a los hijos...

Entré como una flecha, de seguro dejé alguna tabla desencajada en mi arrancada feroz, de haber tenido zapatos los hubiera roto, tenía mucho. mucho hambre y aunque no me gustaba la comida de Caridad porque todo lo hacía con pescado que aborrecía, comí bastante, Hiscler había estado oyendo detrás de las tablas de la puerta, entró a la cocina dando brincos y apagándose sus propios gritos tapándose la boca, aunque vivíamos a menos de 20 metros le daba mucha alegría que yo viviese en su casa y yo asombrado de que Mamá no me regañara más. Me tranquilicé un poco no sin antes sentir muchísimo la discusión con mis padres, esa noche apenas dormí.

En la madrugada salí al muelle con un tabaco robado de los santos y caminé por el muelle más largo que encontré, me senté en un tronco que hacía de soporte y final del muelle del que tiraban sin conseguir nada, varios barcos, encendí el tabaco y vi la madrugada. Me alegré de no estar en mis paredes de concreto, amé las maderas que me rodeaban, las olí una a una, eché humo al cielo y me pregunté porque habría guerras si el mundo era tan simple como oler unas maderas y ver un río que corría forzando con su lomo verde los botes a pegarse unos con otros. El silencio era tan hermoso que solo era agredido por el frío que casi hacía imposible permanecer disfrutándolo. A lo lejos unas centellas rojas semejaban que el cielo se había convertido en un gran batido de mamey por segundos. Eso era el mundo, un tronco, maderas húmedas, un río y las centellas en el horizonte, eso era mi mundo.

Al cabo de unas horas, cuando ya me estaba dormitando en mi tarea de oír como saltaban los peces y el sonido de la brisa pasando por las cuerdas de los barcos oí unos crujidos en las maderas detrás de mí, era Hiscler que se acercaba tratando hacer el menor ruido posible y con la cara soñolienta a más no poder. Se acercó y sin ningún tipo de apuro después de unos minutos oteando toda la orilla del río como si fuera su última vez cruzó su mirada con la mía y murmuró como si le costara romper el hermoso silencio.

- tu mamá estuvo aquí mientras dormías
- ¿y que dijo?
- nada……se aseguró de que estuvieras aquí y ya se fue tranquila.
- menos mal, mañana habrá que ir a la escuela ¿tu mamá también te obliga?
- no mucho, pero si se entera de que falto la que me forma es terrible.
- mañana me voy donde pistolita, no voy a entrar a la escuela.

Pistolita era un custodio del teatro Karl Marx que para todo sacaba su pistolita, era incapaz de hablar con ningún intruso sin tener su pistolita en las manos, aun si este era un niño. Pero por desgracia el lugar que custodiaba pistolita era un buen lugar para entrar a una parte de la costa que debido a los edificios que ahí habían, iba poca gente y de paso no se porque era un buen lugar de pesca, quizás sería porque estaba lleno de escombros de construcciones antiguas o restos de derrumbes de muros y piscinas destrozados por el mar y que servían de refugio a una gran cantidad de peces.

- voy en surna.
- yo también.
- el equipo está donde tu sabes.

Hiscler se dio media vuelta con una lentitud pasmosa como si el muelle estuviera a cientos de metros de altura y se pudiera caer por sus pasos, se fue alejando hasta que salió del cono del foco de luz de mercurio que hacía un halo sobre una pequeña porción de la base de los pescadores. A lo lejos ya se oían algunas voces de gente que a esas hora saldría a pescar. Me alegré de no ser uno de ellos, ahora habría mucho frío allá afuera y yo me iba a ir dormir a un hermoso cuarto de tablas por cuyas rendijas entraba el sol amable al amanecer cual perro domesticado que pide que lo saquen a la calle.

Apuré en entrar un poco, no fuera a ser que como había sucedido otras veces faltara una pareja de pesca de alguien y me vieran ahí y me pidieran una sustitución. Me gustaba pescar pero en ese momento no me apetecía, solo quería que pasara ese triste día e irme a pescar solo en la mañana como había hecho cada día de mi vida desde que, casi había aprendido a andar.

La cama estaba hundida en el centro. Era un bastidor de tablas con una humilde colchoneta que en su día tuvo rayas azules. Entre velas de surf y tambores africanos llegué a ella, no sin antes tamborilear un poco con los dedos en uno de ellos lo más suave posible y oír su vibración solo para mi. El silencio de la madrugada lo hizo que sonara con el simple roce de mis dedos, muy alto, paré asustado y deje la idea para otro día. Me acosté tratando de contar las tablas del techo, oí el ruido de los cocoteros arropándose a sí mismos y me quedé dormido con el sueño de que un día amanecería y mi río estaría cristalino y lleno de peces como debió ser en algún prehistórico momento de su vida.

Desperté por el ruido de los pescadores. A las seis de la mañana ya era normal ir con bromas y formando todo el escándalo del mundo. A esa hora los que no eran supersticiosos se burlaban de los que lo eran. Salí sin decir nada. El resto de la gente de la casa aun dormía acostumbrados al barullo de esas horas, crucé mi calle y furtivamente entré a mi casa y me vestí de uniforme, así mi madre no se preocuparía. Después fui otra vez al río y en un viejo bote que estaba abandonado de lado en la puerta trasera de la casa de mi hermano Hiscler saqué, no sin antes apartar con cierta dificultad unas tablas, mi máscara, las aletas y una escopeta de pesca casera de ligas hecha con el tubo de un autobús ya calcinado por las repetidas inmersiones a las que era sometido diariamente.

Emprendí camino a la otra parte de la ciudad, al otro lado del río y para esto tenía que cruzar el puente de hierro. Caminaba descalzo sintiendo aún el frío de la noche en el asfalto o la acera. El uniforme y la mayor cantidad de ropa se habían quedado en el escondite del barco, ahí estaban seguros. Apuraba el paso por el puente de hierro porque aunque fuera temprano, era el lugar de paso de casi la mayoría de los habaneros, mi padre pasaría por ahí dentro de poco tiempo para ir a su trabajo o cualquiera de sus compañeros y yo no podía ser visto. No obstante me detenía siempre en el medio del puente a ver algún pez saltar, ese era la señal de buen día y buena pesca. Nunca dejé de ver un pez aún con malos tiempos o ciclones, siempre de alguna manera veía un pez aunque fuera un diminuto guajacón de cinco milímetros de largo. El acero del puente estaba helado pero se agradecía sabiendo que a la vuelta del día estaría hirviendo. Al pasar el puente tiraba a toda velocidad rumbo norte, como si se acabara la oportunidad de llegar al mar si tardase un poco.

Hasta que llegaba a los muros de la orilla, caminaba toda velocidad mirando solo al suelo. Una calle, la otra y llegaba al lateral del gran teatro de Miramar y ahí donde nadie se imaginaría que existiese el mar o que alguien podía pasar yo empezaba a escalar muros como si de tomarse un vaso de agua se tratase. Lo que hoy llaman parkour en mi tiempo era brincar todos los muros y obstáculos habidos y por haber para llegar a donde nos diera la gana por donde nos diera la gana, recuerdo hacer competencias de atravesar mi barrio entero por azoteas, muros y cercas, atravesábamos la manzana en diagonal, la que fuera con los edificios que fueran y nos valíamos de tuberías de gas, barrotes, ladrillos cualquier cosa servía para escalar o bajar, era divertido amén de la preparación que nos daba para estos casos. Una vez subido al techo de un restaurante que hacía de frontera entre el teatro y un club militar que tenía forma de barco con la proa metida al mar era la hora de pistolita, le decíamos así porque en un paso más entraba en su campo de visión y solo de vernos nos soltaría su maldito perro que odiábamos y vendría con su pistola con toda suerte de gritos, insultos, amenazas e improperios lo más rápido que le permitían sus años a intentar cogernos. Eran unos quince metros de azotea que había que correr a todo lo que daban los pies porque apenas iba a pasar a escasos cuatro metros del maldito guardián y su fiero perro pastor alemán tan agresivo y estúpido como el dueño. A veces era una broma cuando se mudaba un chico nuevo al barrio, lo llevábamos ahí y le explicábamos el tema de atravesar esos quince metros a toda velocidad en el aliento de un perro rabioso, pero no le contábamos que al final había que lanzarse al agua desde unos 20 metros más o menos que daban la altura del techo del restaurante al agua que tenía unos dos metros de profundidad y era tan transparente que parecía que apenas había un par de pies de profundidad.

Más de uno en el último momento frenó en la punta del techo y eligió en milésimas entre el perro o lanzarse y eso nos hacía reír por meses, a veces por años menos mi amigo Gaby que no sabía nadar y se lanzó, y para pasar nosotros y tirarnos a sacarle tuvimos que darle un empujón a pistolita contra el suelo y dispararle al perro con la escopeta de pesca submarina. Ese día fue una desgracia y avergonzados no hicimos nunca más la broma, además de quedarnos como tontos mirando después a pistolita llorar por su perro con la varilla de acero atravesándolo el tronco, en lo que sacabamos a Gaby y después de la ausencia del certero custodio nos quedamos sentados en la azotea sin más, sin perro que nos ladrara, sin guardia que nos persiguiera y notamos su ausencia en el mundo. Además de aprender que todo está en un lugar en esta tierra por algo, ese fue un día triste aunque olvidado porque el puto perro no se murió y a las pocas semanas estaba pistolita como nuevo y el maldito can creo que corría más aún porque ya casi nos alcanzaba al final del muro y se sentía el aire caliente de su boca medio segundo antes de dar el gran salto que te hacía volar por unos segundos hasta estamparte con un ensordecedor estallido en aquella costa hermosa y fría.

Había que hacer unas cuantas revisiones como cuando uno va a saltar en paracaídas. A ver…careta, patas de rana, escopeta cargada, cuerda curricán, snorkel y guantes. Todo listo, todo en su lugar, intentaba oír el mar a ver si estaba malo aunque no servía de mucho, porque a veces en medio del silencio nos tirábamos y casi nos ahogábamos del oleaje violento que tenía o bien sonaba a rompiente y había una calma increíble. De todas maneras era glorioso antes de caer en el, olerlo y oírlo. Eso por escasos segundos antes de la carrera mortal, me hubiera gustado estar con alguien más para sonreír antes de hacer o contar hasta tres pero como los niños de mi época todos iban a la escuela por lo general tenía yo, el deber de mentalmente contar para mis adentros.
-uno.
Huele a musgo de mar, no se oye a pistolita, quizás esté entretenido por ahí, o el perro este aun dormido, no se oye la rompiente, ¿estará la marea baja?
-dos.
¿Y si cuando salto hay un estupido ruso de los que a esta hora se meten en la playa como si fueran las doce del día? ¿Por qué coño los rusos se bañan al amanecer? Con el pestazo que después se mandan y lo blancos que son, porque no cogen sol coño si aquí eso se sobra, una vez casi reviento a uno le caí a escasos tres centímetros de distancia de hecho tragó agua el cabrón con la onda expansiva, eso es otro de los riesgos que hay que correr, por si acaso caeré gritando si hay uno ahí que se quite o a ver que hace porque le voy a caer en tó la cabeza como la bomba de un avión.
-tres.
Hice un amago pero paré, como estoy solo puedo salir a la cuenta de tres o del número que me dé la gana, se me quedó en la cabeza la última frase de mi pensamiento, la bomba de un avión ¿Qué pasará ahora en las Malvinas? ¿A esta hora que estarán haciendo?
-seis.
Los pies resbalaron de tanta fuerza para romper la inercia, el cuerpo en milésimas de segundo cogió su máxima aceleración y el cemento se desplazaba rápidamente en mis zancadas, no así el horizonte azul que era inamovible y corría junto a mi como si intentara que yo nunca llegara a el.

-¡¡heee párate ahí………..párateeee!!!!!

Mas velocidad, era extraño no oír al perro ya rugiendo, faltaban pocos metros, seis, cinco, cuatro...

-¡párate ahí cacho e cabrón o disparooo! ¡altoooo!

Siempre era interesante voltear la cara un poco y ver a pistolita tan exasperado como se ponía y sus absurdos intentos de alcanzarnos corriendo, eran unas pequeñísimas porciones de tiempo en las que vivía como en una peli de las de siempre con una buena persecución o un dibujo animado, además que el frustrado custodio tenía una pinta caricaturesca inmejorable.

Dos metros.

Tenía que mirar hacia adelante, ya estaba justo en el punto en el que dejaría de correr y daría un salto muy calculado a la punta del techo para después como en un rebote, con todas las fuerzas de músculos y tendones coger el impulso que me permitiría volar esos escasos segundos en los que ¡perro! ¿Freno? Un error aquí al final y quizás caiga en el alero del edificio y no llegue al agua. Frenooooo, un tercio de segundo. El maldito perro estaba husmeando en la punta del techo, aun no me había visto. En un instante, tuve que pensar de todo. Por suerte cuando le apunté con la escopeta al perro, este echó a correr alrededor mío chillando. Ya sabía lo que podía venir de ahí. Puse los pies en la misma punta del techo y di el gran salto. Eran segundos de gloria, ir cogiendo velocidad abajo hasta explotar el agua. El ruido por momentos era ensordecedor y la confusión llenaba toda mi existencia. Daba un par de vueltas al caer, lo primero que hacía era ponerme la careta y meter la cabeza en el agua. De pronto toda la tensión desaparecía milagrosamente para ser sustituida por el inmenso placer de las olas, el ruido del rompiente, el sabor a sal y los peces tan tranquilos a esa hora del día.

Era como pasar una etapa de un juego. Vencida esa misión automáticamente desparecían los peligros. Pistolita, el perro, la altura y lo que fuera. Aunque era más divertido hacerlo con más gente. Pistolita no ponía buen énfasis en su escándalo cuando era uno solo. Como si fuera la pequeña parte que te toca por ser una sola persona. Hasta las once de la mañana estaba yo dando vueltas por el litoral y capturando peces. Siempre con la mirada atenta a alguna barracuda hambrienta de esas horas que no se viniera a comer mis pescados. Salía justo por el faro de la puntilla y caminaba un poco hasta el túnel de calzada. A unas cuadras de ahí estaba la posada, donde los posaderos me compraban el pescado casi vivo para hacer croquetas y dentro de cajitas con arroz moro y platanitos fritos, vendérselas a los exhaustos clientes que salían como unas fieras aptos para devorar lo que fuera al precio que fuera, me ganaba unos 50 o 70 pesos en cada pesca vendiendo a 10 pesos los pescados. En aquel tiempo era una fortuna.

Después la rutina era diaria, lavarme en cualquier grifo que encontrara por ahí y esconder el equipo en el viejo barco, después ponerme el uniforme. El simple hecho de no haber ido a la escuela y haberme pasado el día haciendo lo que me daba la gana era motor de una sonrisa perenne que aparecía en mi cara como grabada sin posibilidad de variación. Así estaba el día entero, sonriendo y riéndome de todo. No cabía en mí de felicidad.

Era la hora del almuerzo. Iba con toda tranquilidad a línea y 18 y ahí comía helados o croquetas de esas que todos extrañamos, que eran de carne, pero eran blancas con algunos puntitos rojos que delataban que había posibilidad de que hubiera alguna sustancia orgánica dentro de ellas incluso que hasta podía contener algún tipo de proteína.

Ya en la tarde, en casa de Mamá Caridad, me subía junto a jiscler, que si iba a la escuela, en el techo de su casa a la sombra de un cocotero. Ahí nos comíamos un par de cocos que quedaban al alcance la mano. A veces las hojas de esta palmera nos acariciaban un poco en lo que veíamos con total relajación y con la ausencia de contadores de tiempo como entraban los pescadores uno a uno, diciéndose cosas entre ellos y riendo aún con sus caras saladas y llenas de arrugas, del color que le da el sol a la piel cuando osa no tenerle miedo y pasarse días y años bajo sus rayos sin la menor importancia.

El atardecer debería ser delito contarlo. Cuando el sol ya cansado decidía estrellarse con la desembocadura del río dejando parte de sus rayos en las piedras, todos nos quedábamos anonadados. La Habana entera se iba al malecón a ver ese fenómeno que era de las pocas cosas que no estaban prohibidas. El atardecer era un crimen, tantas luces rojas, naranjas y amarillas desperdigadas por ahí con tantas privaciones pendientes. Por lo general se hacía un breve silencio en el momento que el sol moría. El viento apretaba un poco como para llamar la atención sobre sí, por tanta gente centrada en tamaña belleza, pero nadie hacía caso. Era la hora del atardecer, del gran atardecer Habanero.

Una vez que se empezaban a notar los tenues focos amarillos de los bombillos del muelle que a esa hora alguien los encendía como si se muriera por estar unos minutos sin luz, ya era hora de bajarse. Se comenzaban a oír los televisores de la gente con las aventuras o el pitido insoportable de los noticieros o cualquier otra cosa terrible de la televisión. A esa hora me sobrevenía un poco la tristeza aunque no pensaba en nada. No tenía nada en que pensar. Quizás en coser una vela para ir a navegar este domingo y conseguir a la más linda de la playa o en pasar por el malecón para comprar ligas para la escopeta o afilar la varilla de la misma usando una vieja lima que parecía yo un preso escapando al limar con mucha calma como sabiendo que tendría largos años por delante.

Mi mama fue a casa de Mamá Caridad y me preguntó si no pensaba volver a la casa, le dije que no con una autoridad adulta, entonces me dio un pozuelo con comida. Eran sus ricos chícharos que hice magia de mi para contenerme y no comérmelos ahí mismo delante de ella. Siempre tenía un hambre atroz, nunca se me quitaba. En la noche, cuando nadie me miraba. Me subía a cualquier techo de cualquier caseta de pescadores, donde solo llegaban los gatos y ahí, mirando las estrellas, lloraba un poco. Lloraba porque yo no quería ver a mi mamá con los ojos tristes. Porque no quería ver a mi papá molesto, porque era una basura perder el tiempo en una escuela donde te leían un libro estúpido que ya me había leído en los primeros 15 días y me lo sabía casi de memoria. Porque sin ir a la escuela sacaba buenas notas sin fijarme ni nada de eso. Porque un profesor me había gritado por pintarle un sombrero de Don Quijote a Ramiro Valdez en el libro “vida política de mi patria” -¡eso es contrarrevolución! – Decía – deberías estar con los gusanos de Miami que matan gente e incendian fábricas. A esa hora me venía la idea de un tipo muy malo, en una lancha inflable incendiando con fósforos y alcohol una fábrica para que nuestra economía no subiera. A duras penas le borré el sombrero a Ramiro pero las tetas que le dibujé a Vilma Espín, esas si no pude quitarlas, porque lo había hecho con pluma.

Ya entrada la noche siempre en la orilla del río hacía un poco de frío hiciera el tiempo que hiciera. Unas brumas empezaban a salir como si fuera la hora de escaparse, solo se oía a lo lejos la música de la tasca del 1830 como si de una aldea de caníbales se tratase. Un Pum-Pum que abatía el romanticismo de toda la noche, cuando las estrellas se adueñaban de todo el cielo en su inalcanzable sueño de no dejarnos ver más allá. Ya era hora de irme a la cama de mi colchoneta rayada, tamborilear con los dedos en los cueros que tantas fiestas de santos habían amenizado y tirado con los brazos cruzado debajo de mi cabeza esperar que llegara el 2000 a ver si cambiaban las cosas, la economía de Cuba subía y podíamos andar en naves como las de la guerra de las galaxias.

11 comentarios:

  1. Dios mio!! Que horror!!!!! Pobre pistolita!!!! Me imajino que el pobre siempre te imaginaba en el alero. Jaja; Candela los niños del Almendares.!

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  2. Después de oler el mar, conocer a Maria Caridad (todos conocemos una Maria Caridad), caminar descalza en la madrugada, sentarme en el muelle, brincar techos y oír al perro, me dejaste suspendida en el aire sin saber si me había desbaratao toa o si caía en el agua.
    Coño, que mal me cae que me pongan comerciales en el mejor momento de la pelicula.

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  3. Vamos, esperando todos la segunda parte.
    Saludos.

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  4. Parece que estabamos pensando en lo mismo, lo de las navecitas en el 2000.
    Disfrute mucho esta lectura.

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  5. Pistolita, atardeceres, campanas en la escuela, jugar, soñar, imaginar, volar, nadar.Una verdadera infancia Yoyi.Ayer de camino a casa, cuando aparqué, vi a un grupo de gente y al lado había un chico de unos 13/14 años que estaba hablando con móvil con sus padres y oí "...ahora voy, que estoy acompañando a una amiga...". Se le notaba enamorado. Pensé que ese chico se estaba perdiendo parte de las experiencias que cuentas esta historia. mientras estaba enganchado a este aparatejo extraño.
    Saludos y muy buena la historia

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  6. en esa azotea que se cayo en los 90 era donde pistolita nos perseguia, si, hubo quien lo lanzo al agua. yo nunca, me daba pena porque era una persona mayor. pero era muy conflictivo el viejo. cuidaba las piedras esas de mierda como si fueran un banco.

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  7. la verdad es que mirandolo bien, ya de mayor entraba por doce y me dejaba caer por la corriente a travez de los yaquis que era un exelente lugar de pesca. lo de saltar por ahi era na mas que pa joder y pa joder y como dicen aqui en e españa pa tocar los cojones. cosas de niños malos.
    el cristino despues me colaba pero ya por la mismisima y altisima azotea del Karl Marx o nadando con la ropa en una mano sin mojarla. cosa curiosa, el servicio militar me cojio en los bomberos y me dieron carnet del cristino pero yo nunca crucé esa puerta. tenía miedo o me daba cosa. seguí colandome por siempre.verdad que ahi estaban las mejores jevitas y las mejores pipas de cervezas.

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  8. Unas de las mejores historia por no decir por modestia que la mejor de la vida historia cuento aventura pasión y vivencia verdadera que solo el alma y el corazón sabe ..

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